Pasamos gran parte de nuestra
vida buscando el amor, y no nos damos cuenta de que no se busca, porque llega
solo y sucede cuando menos lo esperamos. Nos empeñamos en creer que cada
persona que aparece puede ser la que le da sentido a tus días, y nos equivocamos
una y otra vez, nos hacemos daño y dejamos que nos lo hagan porque creemos que
forma parte del juego del amor.
Todos tenemos a una persona que
nos ha desarmado por completo alguna vez, esa persona con la que crees encontrar
el punto máximo de la felicidad, aunque haya estado 3 o 4 semanas en tu vida. Y
el día que se va, te prometes lo de siempre. Que se acabó, que estás cansada de
que destruyan todas esas cosas bonitas que querías construir al lado de alguien
y que esa es la última vez que vas a
permitirte llevar la sonrisa de idiota en la cara. Y te refugias en la pena, obligándote
a intentar sobrevivir en ese luto sentimental que te has impuesto. Ríes y
piensas que no debes hacerlo, porque puede significar que empiezas a dejar de echarle
de menos, incluso te fuerzas a recordarle cada minuto del día, cómo si eso
fuera a conseguir que volviera a ti. Y no ves, que si alguien quiere quedarse
no se va nunca.
Y llega un día en el que te das cuenta de que la pena no cura. Que te
mereces seguir adelante por mucho que esa persona no quiera que te quedes, pero
tampoco quiere que te vayas, haga que no te deje ser nada ni puedas dejar de
serlo.
Porque siempre hay alguien en
alguna parte que está dispuesto a hacerte sonreír, que hace bonitos los
domingos y que sale de casa para darte un beso y verte cinco minutos. Ese
alguien que anula tus nunca más y tus esfuerzos por no volver a ilusionarte.
Y es que el tiempo todo lo cura,
pero la pena no. Por eso sonríe con quién lo merece y con quién de verdad
quiere quedarse, y deja que te cure las cicatrices y te haga querer las suyas.
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